Reconciliación
La experiencia cristiana del amor de Dios y de su entrañable misericordia por los hombres agudiza la conciencia de pecado del creyente. Cuanto más nos acercamos a Dios más conscientes somos de la inmensa distancia que hay entre su santidad y nuestra realidad de pecador. Si Dios es nuestra referencia constante nos hacemos conscientes de nuestra infidelidad; pero, si Dios es alguien lejano, la referencia la tomamos del ambiente que nos rodea, de “lo que hace todo el mundo”, de la mediocridad ambiental. Por eso, el santo (el que está cerca de Dios) se siente pecador y el pecador (el que está alejado de Dios) se siente santo.
La gran dificultad que tenemos hoy para poder abordar adecuadamente el sacramento de la confesión es que hemos perdido en gran medida la conciencia de pecado, sustituyéndola por un reconocimiento vago y genérico de que “nadie es perfecto”.
Por eso, hoy más que nunca, nuestra Madre la Iglesia nos invita a frecuentar el sacramento de la penitencia como una forma de crecer en la conciencia de nuestra realidad de pecado, como un medio objetivo de obtener la reconciliación con Dios y como un camino concreto de lucha y de crecimiento.
Para muchas personas este sacramento es fuente de angustia y de inquietud. Algunos porque llevan mucho tiempo sin confesarse y no saben cómo hacerlo, otros porque pueden haber tenido alguna experiencia desagradable que no les haya ayudado, otros por simple timidez o por miedo.
Hemos de reconocer que nos cuesta volvernos hacia nosotros mismos para enfrentarnos con nuestros “trapos sucios”, pero lo cierto es que por incómodo que nos resulte es la única forma de poner en orden nuestra vida. Lo mismo que mostramos nuestras heridas a los médicos, a veces venciendo nuestro pudor, para que las curen; también debemos mostrar nuestras enfermedades espirituales para que sean sanadas. Sin olvidar que el ministro del sacramento no está sólo para recibir la confesión, sino para ayudar al penitente a realizarla.
Algunos, para eludir lo que les agobia, se inventan teorías que pretenden hacer innecesario el sacramento (“yo me confieso directamente con Dios”, “no tengo pecados”, “no tengo por qué contarle a un cura mis cosas”…). Se olvidan de que, lo mismo que los demás sacramentos, también éste ha de realizarse eclesialmente y ha de recibirse a través de un ministro del Señor. El sacerdote es tan pecador cuando perdona los pecados en nombre de Dios como cuando consagra el pan y el vino representando a Cristo. ¿Si recibimos el Cuerpo de Cristo de manos de un pecador, por qué nos resulta inaceptable recibir el perdón de Dios por medio de un débil ministro?
Lo cierto es que el sacramento de la confesión nos reconcilia con Dios, nos une más intensamente con la Iglesia, nos vincula más estrechamente con los demás y nos hace crecer en gracia y santidad. Porque el sacramento de la penitencia no sólo sirve para perdonar los pecados, sino que incrementa en nosotros la vida divina fruto de la renovación de la gracia bautismal.
Para responder a la solicitud amorosa de la Iglesia de que sus hijos reciban asiduamente el sacramento de la reconciliación, nuestra parroquia nos ofrece la posibilidad de recibirlo en el confesionario un cuarto de hora antes de cada misa. También puede accederse al sacramento, si fuera muy necesario, fuera de ese horario solicitándolo oportunamente al sacerdote. Además, en torno a la Semana Santa y Navidad suele celebrarse en la parroquia una celebración comunitaria de la penitencia con absolución individual, y con la participación de varios de los Padres Carmelitas.
En cuanto a la frecuencia del sacramento, cada uno verá en qué situación está o cuándo le parece conveniente recibirlo. La Iglesia nos pide al menos una vez al año en caso de pecado grave. Pero lógicamente quien quiera crecer en la vida cristiana recibirá el sacramento con mucha mayor frecuencia. En cualquier caso, no debiéramos concurrir las grandes festividades (Navidad, Pascua,…) sin esa preparación interior.
Para facilitar la preparación al sacramento de la Penitencia quizá sería bueno recordar las cinco condiciones para realizar una buena confesión: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Pero recordemos que nada puede suplir la actitud profundamente religiosa de estar dispuesto a realizar el acto de humildad que me lleva a los pies del Señor, poniéndome ante su ministro para implorar de Dios su misericordia, el perdón y la paz.